2008/01/08

Un cuento real

Erase una vez un mundo donde todo lo importante desaparecía; parece, sin remedio alguno que pudiera evitarlo.
Este planeta se componía de distintos espacios de tierra, llamados continentes. Durante siglos, la vida nació y se desarrolló. Vida que incluía todo tipo de seres vivos, animales y vegetales, y donde, precisamente la Tierra ofrecía las mejores condiciones para su existencia. Surgió la vida humana y ésta también se desarrolló, creció y se expandió por todos los caminos posibles, al principio de forma un poco torpe, pero con el paso del tiempo con mayor determinación y visión. Esto, aportó, casi se puede decir, mil nuevos mundos dentro de ese planeta, pues cada grupo humano fue configurando su mirada al planeta, su visión de ese mundo y sus ideales sobre cómo entenderse a sí mismo y a los demás.
Ocurrió, como parecía que no podía ser de otra manera, que al final, todo el planeta era conocido, todo el espacio estaba ocupado y ya no había nada más por descubrir. Incluso, a partir de entonces, se intentó encontrar algo más en otros planetas.
Sin embargo, una tónica general en ese crecimiento y ocupación del espacio fue el “encontronazo” entre los diferentes colectivos humanos. A veces generando interrelaciones que suponían nuevos enriquecimientos pero, las más de las veces, el resultado era la dominación de un grupo sobre otro y la degradación y/o desaparición de este último, por lo menos en su forma de ver el mundo.
Lo curioso, lo llamativo, es que cuando todo era conocido, cuando todo era dominado, gracias a las actuaciones y cortas visiones de algunos, ese mundo empezó a desaparecer. De repente, aquellos territorios que no respondían a los objetivos fijados por algunos, eran engullidos por la nada. Desaparecían de los artefactos que se habían creado para enseñar el planeta, llamados televisiones, radios, libros,... O mejor dicho, quienes desaparecían realmente no eran exactamente los territorios, los llamados continentes (éstos simplemente se degradaban por el mal y abusivo uso de los mismos, lo que por otra parte les abocaba a cierta invisibilidad), sino las personas, los colectivos (que habían forjado culturas para interpretarse a sí mismos y a ese mundo). Parecía, que no siendo necesarios para la antilógica instaurada, eran prescindibles.
A mí siempre me dijeron aquello de que “nadie es imprescindible”, pero en este cuento-historia del mundo, ese dicho popular se rebela falso en gran medida. Las personas, los pueblos, si son imprescindibles, pues de lo contrario el mundo no será mundo, el planeta dejará de ser planeta y la Tierra perderá su carácter de dadora de vida. La pobreza intelectual, ética, incluso la material (esa que tanto preocupa a algunos) se extenderá, pues se habrán perdido esos mil mundos de los que hablábamos antes y ni tan siquiera podremos entendernos a nosotros/as mismos/as.
Afortunadamente, esto último empezó a considerarse por muchos/as como lo realmente imprescindible y así se vio desde lo pequeño, desde lo local, desde sectores muy diversos, desde aquellos territorios y personas que iban desapareciendo. Se generó entonces, un movimiento que consideraba que la situación era no solo cambiable, sino urgente de hacer. Porque todos/as tenían el derecho a ser importantes y nadie podía ser prescindible, nadie podía decir a los demás cómo hacer, cómo pensar, cómo vivir. Y lo más importante: nadie podía tener el planeta para sí, mientras los demás no tenían nada. Por eso, la indignación íntima (base de la solidaridad) creció (porque la dignidad humana estaba en peligro de extinción) y reforzó ese movimiento que ponía en cuestión el camino tomado y quería recuperar los mil caminos que la humanidad había tomado al principio, proponiéndose realmente hacer cambios profundos, radicales en el sentido de hacerlos desde la raíz de la situación a la que se había llegado. Y en eso estamos en este planeta.

Autor desconocido (sólo por algunos, claro.)

No hay comentarios: